Estoy cruzando Callao y en la esquina una señora encorva su espalda, abraza su cartera y toma carrera para cruzar la Avenida en dirección contraria a la mía. Es una señora grande a la que otras veces he visto pidiendo monedas. Esta vez, llamó mi atención su cara de entusiasmo, claro, a su edad, correr es toda una aventura.
Termino de cruzar, y en la misma esquina, un pibe parado con una expresión de desconcierto que me hizo sospechar algo. Él buscaba en los bolsillos de la campera que traía en su mano mientras miraba para todos lados. Acaso esa señora no había corrido por miedo al verde del semáforo... Lo miré a la cara. Yo necesitaba de él algún gesto que me anime a decir algo, pero no me miró. Lo ví violento, era joven, alto, estaba desalineado y transpirado, era quizás un desocupado, o quizás un extranjero.
¡Y por unos segundos fui juez! ¡Dios mío cuántos prejuicios! Él tiene derecho a saber lo qué pasó, pero ... y si corre tras ella y al alcanzarla le pega para sacarle lo que ella le robó? Qué tal si él realmente necesita lo que ella se llevó? Quién soy yo para... De repente algo decisivo: él distrae su atención hacia el televisor de Cinema que mostraba un partido de fútbol... Me dí vuelta y la miré irse, escabullirse entre la gente...
Después de todo, la había condenado por correr! La absolví por vieja.
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